“Lo que niegas te somete, lo que aceptas te trasforma”
Carl Gustav Jung
Cuenta la historia que un viejo asesino, luego de haber causado mucho dolor y ya habiendo dado muerte a todos sus enemigos, decidió recluirse en la soledad de las montañas del Tíbet durante muchos años.
Fue así, que buscando entender la verdadera razón de sus actos, alcanzar su paz interior y por tanto su tan anhelada iluminación, se convirtió en un ermitaño monje.
Una tarde, luego de recoger leña para calentarse en el frío invierno, regresó a su cueva y encontró que, en ella, un montón de demonios realizaban una fiesta. Éstos comían su comida, bebían su té, leían sus libros, dormían en su cama, disfrutando de las pocas comodidades que el anciano poseía.
A pesar de su molestia, lo primero que pensó fue que podría razonar con ellos y pedirles que se retiraran, pero, sin embargo, ninguno lo escuchó.
Sabiendo que no podría convivir con ellos y reconociendo también lo peligrosos que eran, intentó negociar y explicarles sobre la comunicación, el respeto y la solidaridad, aunque solo ganó carcajadas; los demonios se rieron en su cara y siguieron como si nada hubiera pasado.
Absolutamente embargado por la rabia, el monje se abalanzó sobre ellos queriéndolos atrapar, pero nunca lo logró.
Ya cansado y abatido, el anciano se dio por vencido y desplomado en el suelo, concluyó diciéndoles:
- Dado que yo no pienso ir a ninguna parte y creo que ustedes tampoco, lo que nos queda, es que vivamos todos juntos.
Día a día, comenzó a compartir con ellos, a escucharlos, a entenderlos, a cuidarlos y mimarlos, por lo que, en el placer de compartir, de uno en uno, fueron desapareciendo.
Al cabo de un tiempo, solamente un demonio, el más grande y fuerte, quedó habitando la cueva junto al monje.
Sin poder entenderlo, ni comprender aun las razones de su estadía, el viejo le preguntó:
- Demonio, tú que eres el último de ellos, ¿qué es lo que quieres de mí?
Mirando fijamente al anciano a los ojos y con rabia en su voz, éste le contestó:
- A ti.
El viejo monje entendió que no podría escapar de él y que lo único que podía hacer era rendirse, por lo que, sin dudarlo, se acercó a la boca del demonio y afirmó:
– ¡Cómeme, cómeme ya!
Al abrir los ojos, reconoció que en la cueva ya no quedaba más nadie que él, finalmente, el último de los demonios, se había ido.
En el transcurrir de la vida, los seres humanos encontraremos cosas, situaciones y/o personas que creeremos no son correctas, hasta podremos experimentar cosas de nosotros mismos que creamos que no están bien o que no nos gustan.
Hoy, en el único instante de vida que existe, el presente, las cosas son como son y yo soy como soy; pero cabe preguntarse, ¿puedo hacer algo para cambiar estas cosas y/o para cambiarme?
Para crecer y desarrollarnos personalmente es necesario conectar con la aceptación y entender que hoy estamos siendo las personas que somos con nuestros pensamientos, sentimientos y acciones, y todo ello, nos ha traído hasta donde estamos.
La aceptación no es conformismo ni resignación; es la templanza, tolerancia y el cuidado amoroso de saber que estamos aprendiendo a vivir y construir quienes queremos ser y como queremos vivir, mientras caminamos nuestro sendero.
Para poder amarnos, es necesario aceptarnos, pero para ello también lo es conocernos.
Si el amor a uno mismo camina de la mano de la autoaceptación, su gran compañero y guía de viaje, es el autoconocimiento; aquello que nos permite no solo reconocer nuestras luces sino también nuestras sombras, esas cosas que no nos gustan tanto ver de nosotros mismos, pero que aun así nos hacen ser quienes somos actualmente.
Para ello, será necesario como el monje del cuento, trabajar para ser los mejores anfitriones que podamos ser, sentándonos a la mesa con nuestros mayores demonios a comer y a brindar juntos.
Si aprendemos a atenderlos, a escucharlos, para entenderlos y cuidarlos; quizás algún día, seamos capaces de abrazarlos e integrarlos y solos, puedan convertirse en parte del paisaje… de nuestro paisaje.